separar papel o Nilo

Piso de piedras color desierto y columnas de madera color selva. Así era la casa de Oreste Sindici, compositor italiano autor de la música del himno nacional colombiano. Llegamos en bus desde Nilo a la entrada de una finca de más de trescientas hectáreas, que atravesamos pasando por piedras del doble de nuestro tamaño y ríos del triple de nuestra fuerza. Todos los cuidanderos del terreno fueron muy amables, pero el más amable fue Don Oreste, quien nos recibió montando en su caballo con la ligereza de un fantasma. Nos invitó a seguir al frente de la casa desde donde se veían las gigantescas montañas que acabábamos de atravesar. No habría palabras más precisas para describirlas que de una gloria inmarcesible, con un júbilo inmortal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para ser coherente con mi propósito de no contaminar seguí buscando colores en pigmentos naturales. De mi casa saqué cúrcuma, curry, paprika, compré Maizena, recogí tierra, flores, frutos, entre otras cosas. En mi superficie “de prueba” fui probando cada uno. Descubrí que los pigmentos naturales pierden muy rápido sus colores. El huito que traje del Amazonas en el 2020 pinta azul intenso, pero a los tres días queda gris opaco. Los verdes de las plantas se oxidan, quedando marrones. Los amarillos se secan y pierden intensidad, los negros de la tierra húmeda pierden oscuridad. Esto fue un proceso estresante. El azul no existe, pensaba. Por eso era caro y los mantos de las vírgenes eran azules. Pero yo no voy a traer lapislázuli de Afganistán porque sería incoherente. - En Paloquemao consigues tierras de todos los colores, me decían. Pero yo pensaba que igual estas tierras vendrían de canteras de todo el país y que usarlas sería tan incoherente como usar lapislázuli de Afganistán. Mientras pasaban los días y yo le daba vueltas a estos temas en mi cabeza, los papeles seguían llegando, la caja en la esquina de mi cocina se seguía llenando y mi taller seguía acumulando bolsas de desechos.

 

La mezcla de residuos de papel resulta en un gris cafesoso una vez procesada. Lograr conseguir colores vivos sobre esta superficie usando pigmentos naturales fue bastante difícil en el primer ensayo, por lo que para el segundo algunos profesores me recomendaron separar los residuos previamente por color y así hacer que la superficie ya esté coloreada desde su fabricación, para que el uso de pigmentos naturales se limite únicamente a los detalles. El paisaje robado para este primer ensayo fue en Nilo, Cundinamarca.


La permanencia del mundo y la obra de arte

Hannah Arendt coincide con Heidegger, su amante y profesor, en que el arte es inútil. En su libro la condición humana le dedica una sección a este tema. Antes de llegar a esta, sin embargo, explica, y de cierto modo comparte, el pensamiento de Heráclito que alaba la inmortalidad:

 

La tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad de producir cosas -trabajo, actos y palabras- que merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad de dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza “divina”. La distinción entre hombre y animal se observan la propia especie humana: sólo los mejores (…) “prefieren la fama inmortal a las cosas mortales”, son verdaderamente humanos; los demás, satisfechos con los placeres que les proporciona la naturaleza, viven y mueren como animales.[1]

 

Poco a poco Arendt se acerca a la idea de que “el grado de mundanidad de las cosas producidas depende de su mayor o menor permanencia en el propio mundo”.[2] Habiendo dejado esto claro llega a la sección La permanencia del mundo y la obra de arte. Acá explica que si bien en algún momento lo que hoy está en los museos como arte fue parte de un rito, de una creencia o de un proyecto religioso, el arte de su época, y hasta hoy en día, se encuentra separado de toda religión, magia o rito. Lo que tiene de valioso y hace que lo sigamos haciendo es que nos da la posibilidad de imaginar la inmortalidad que tanto añoramos al, tras nacer en este mundo, darnos cuenta de que vamos a morir. El arte entonces se cristaliza, se conserva, se protege, todo con la intención de que dure para siempre. Agrega Arendt, que el arte es inútil en tanto es producto del pensamiento, mientras que los útiles, o productos de la ciencia que persiguen un objeto definido, son productos de la cognición. “Los científicos que buscan resultados se han cansado de señalar lo “inútil” que es el pensamiento, tan inútil como las obras de arte que inspira.”[3] Si para algo sirve el arte, esa no era su intención.

 



[1] Hannah Arendt, La condición humana (México: Paidós, 2021), 31-32.

[2] Arendt, la condición humana, 109.

[3] Arendt, la condición humana, 187, 188.