rasgar papel o Grenoble

Las montañas de Grenoble eran majestuosas. Desde el cuarto de Adelaida se veían los Alpes. Desde mi ventana se veía Chartreuse.

 Llegamos en invierno. Poco a poco se deshielaban los picos.

Los días son cada vez más calientes.

Algunas veces caminé las montañas, normalmente eran parte de la vista.

Desde todo Grenoble se ven las montañas: son azules por la lejanía, grises por la estación, blancas por la nieve y rosadas por el sol.

La textura la logré con un tenedor.

Los colores son sucesivas mezclas de papel azul blanco y morado.

Estas montañas las vi por seis meses. Pensé que me acostumbraría, pero no fue así. Francia me trae buenos recuerdos.

 

Los franceses siempre me han inspirado. Me fascina Gauguin.

El Banco de la República en Bogotá tiene un Corot. Monet, Bonheur, Lorrain y Morisot son evidencia de una tradición paisajística admirable.

Allá vi clases de historia. Soy ahora experto en Louis XIV.

Con Adelaida no lo planeamos, fue una coincidencia. Aplicamos a la misma universidad. Ella no hablaba francés. Esquiamos en los Alpes. Salíamos casi todos los martes. Allá la gente hace fiestas en los parques. Los franceses no son muy cálidos, al menos no los jóvenes.

 


Las paradojas del arte político

Rancière ofrece una perspectiva que brilla luz sobre el problema del arte, su función y su permiso para contaminar. Se ha establecido hasta este punto que el arte contamina; que lo hace por y para durar en el tiempo y así ser in-útil o permanente; que los sentimientos que pretende evocar están basados en morales cuestionables; por consiguiente, el arte no debería contaminar. A la misma conclusión o similares habrán llegado muchos por diferentes caminos. La imagen que se empieza a pintar es, entonces, la de un arte ecológico, reciclado, biodegradable, un arte que cuestione el su uso de los recursos. Este cuestionamiento, sin duda, es abiertamente político. [1]

Rancière dice que el arte es político, así no pretenda serlo. Antes de ser política por su mensaje, una obra ya es política en tanto es un dispositivo que responde a las formas de dominación activas en el mundo,[2] que reconfiguran la experiencia común de lo sensible. [3] Las decisiones curatoriales y patrimoniales que establecen qué permanece en un museo y qué no, son políticas. El arte que pretende ser político ya lo es entonces, y corre el riesgo de volverse “la parodia de la eficacidad que reivindica” [4]. Cuando ocurre este doble politicismo al final se vuelve uno pues la intención política del artista se desvanece con el tiempo y la del mundo del arte se conserva. Rancière pone el ejemplo del Torso de Belvedere para explicar cómo el arte suspende las relaciones de la forma con el público que originalmente la consumió[5]. Es a lo que Arendt se refiere cuando dice que el arte ha sobrevivido la secularización de la sociedad. Cuando el tiempo borra la relación del artefacto con cualquier práctica religiosa, ritual, o política, el arte pasa a ser su materialidad, el espacio y el tiempo que ocupa.  

 

 

 

 

 

 



[1] Jacques Rancière, “Les paradoxes de l’art politique ”, en Le spectateur émancipé. La Fabrique. Francia, 2008. 56. Traducciones propias

[2] Rancière, “Les paradoxes”, 61-65.

[3] Rancière, “Les paradoxes”, 70.

[4] Rancière, “Les paradoxes”, 81.

[5] Rancière, “Les paradoxes”, 64.