quemar papel o El valle de Elqui

         Para llegar al valle son ocho horas desde Valparaíso a más de cien kilómetros por hora. Solitario entre montañas secas el valle parece haber parado en el tiempo. Vuelan pájaros y se estremecen banderas de Chile sobre los distintos pueblos que componen la región desértica. La calma y el silencio son premonitorios del alucinante paisaje que únicamente se revela una vez el sol deja de brillar y cae enorme la noche: las estrellas, una cantidad absurda de estrellas, una cantidad que yo ya no estoy acostumbrado a ver de estrellas, una cantidad que lo hace a uno preguntarse por el pasado, por la vida, por el planeta y por los muertos de estrellas. Hace dos mil años cuando Platón y Aristóteles hablaban sobre la imitación revelándose el uno contra el otro todo era distinto, pero no las estrellas. Las mismas estrellas nos han visto construir y destruir imperios, teorizar y conformar repúblicas, hacer y deshacer arte. Buda, Sócrates, Jesús; Khan, Hitler y Stalin, a todos nos crio la misma noche con las mismas estrellas. Encontramos todos respuestas diferentes pero las preguntas son las mismas. Fue atemporal el valle, no sé cuánto tiempo nos quedamos ahí. Tal vez allá sigue una versión de nosotros que disfruta de esa realidad en la que las cosas buenas perviven en paralelo. Fue impersonal el valle, no me he vuelto a ver con quienes me acompañaron. Lo único permanente son las estrellas.


La república, La poética

Al leer los tratados de Heidegger y Arendt es posible concluir que más que abogar o proponer que el arte sea inútil, lo que hacen es simplemente enunciar que así es como se ha entendido el arte en los últimos siglos. Vale la pena entonces ir más atrás para entender cuando nace esta concepción.

Para Sócrates, según Platón, el arte imitativo como la pintura o la poesía es una ilusión, una apariencia, hecha por personas que al no conocer lo suficiente para “hacer” se contentan con imitar, sin saber realmente la conexión que pueda tener lo imitado con la bondad o la belleza[1]. Las imitaciones alimentan nuestra necesidad de sentir los apetitos del alma, argumenta Sócrates, pero lo hacen de una forma controlada, obstaculizando la plena sensación de estos, y por lo tanto haciendo a los espectadores más miserables y menos felices. Lo anterior sería especialmente si lo que se imita tiende a lo negativo.  Si se fuera a aceptar algún tipo de arte en la sociedad, concluye Sócrates, serían los himnos a los dioses y a la bondad[2], siguiendo la premisa de que “aquello que destruye y corrompe siempre es lo malo, y lo que preserva y beneficia siempre es lo bueno”[3].

Aristóteles está de acuerdo con su maestro en que al arte provoca emociones, y sugiere que puede ser catártico. La imitación, o mimesis, es connatural al ser humano y produce placer, tanto su ejecución como su apreciación una vez terminada[4] . Al imitarse algo mejor que como es, se producen tragedias, al hacerlo peor, comedias. Es además la base del aprendizaje, agrega.  El problema en este punto es que Aristóteles está hablando, principalmente, de la poesía y del teatro. Ambas pueden existir sin usar materiales, no se necesita más que el pensamiento, el cuerpo y la voz. De la poética resaltan algunos consejos sencillos: “la composición en la más bella tragedia no debe ser simple sino compleja”[5], “conviene que el comienzo y el fin sean abarcables con la mirada”[6], que en el punto medio está la virtud y, finalmente, que el arte no debe ser “imposible, inverosímil, (inútilmente malo), contradictorio” o contrario a sus propias exigencias.[7].



[1] Platón, La república 602a

[2] Platón, La república 607a

[3] Platón, La república 608e

[4] Aristóteles, La poética 4

[5] Aristóteles, La poética 30

[6] Aristóteles, La poética 7

[7] Aristóteles, La poética 22